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2018-05-17 10:38:04

Cuando se planteó trasladar la ciudad de San Juan luego del terremoto

Si el plan hubiera tenido éxito, seguramente ahora los sanjuaninos viviríamos en otra parte del Gran San Juan. Luego del terremoto de 1944, hubo arquitectos que plantearon trasladar la ciudad. Mark Healey es un ingeniero civil que nació en Alemania, se crió en los Estados Unidos, se recibió en la ciudad de Princenton y se doctoró en historia latinoamericana en la Universidad Duke. La Fundación Bataller presentó en San Juan su libro “El peronismo entre las ruinas. El terremoto y la reconstrucción de San Juan” que editara Siglo XXI editores. Uno de los capítulos de ese interesantísimo libro es éste.

Cuando se planteó trasladar la ciudad de San Juan luego del terremoto

No era tiempo de mejoras parciales, sostuvo el equipo de Bereterbide Muzio (y luego Vautier) seis días después del terremoto, sino hora de soluciones radicales. Antes que insuflarles nueva vida a los antiguos errores, los arquitectos decretaron una ruptura: la ciudad en ruinas debía ser abandonada. San Juan debía reconstruirse de una manera nueva y en un lugar también nuevo.


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Desde que escribió el memorándum inicial en enero hasta que presentó los bocetos en junio, el equipo se amplió, pero las ideas centrales se mantuvieron constantes. Los dos diseñadores principales, Bereterbide y Vautier, eran profesionales experimentados, con múltiples obras en su haber. Compartían su mirada sobre La vivienda y la planificación, cómo reflejaba su trabajo conjunto en Sargento CabraI o en un folleto de 1933 sobre un plan director para Buenos Aires titulado “¿Qué es el urbanismo?”.  

Bereterbide era el responsable de la mayor parte de las ideas, como quedó claro en sus publicaciones posteriores y documentos privados, hecho que no es sorprendente, ya que había confeccionado planes de viviendas colectivas durante veinte años para clientes que iban desde el Hogar Obrero o la ciudad de Buenos Aires hasta la iglesia católica y el ejército.

Siempre dispuesto a trabajar con todos, Bereterbide también tenía su lado utópico: era socialista, entusiasta del esperanto y autor de numerosos artículos en publicaciones técnicas donde criticaba duramente el derecho de propiedad. Más allá de sus edificios, tenía una experiencia amplia, si bien desalentadora, en el planeamiento urbano: había trabajado durante una década en un nuevo código de edificación para la ciudad de Buenos Aires, para luego ver a sus ideas más importantes descartadas, y su equipo había ganado el concurso para el plan director de Mendoza, cuyas propuestas fueron después ignoradas y abandonadas.

 

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La apuesta por una reconstrucción radical de San Juan surgió de frustraciones de la experiencia más que de fantasías de la ideología. Bereterbide y Vautier no descartaron el plan Guido-Carrasco, sino que lo llevaron mucho más allá, incorporando sus aportes fragmentarios en un enfoque más sistemático y transformando la “ciudad jardín” de vago eslogan a principio organizador fundamental.


Los arquitectos modernistas habían criticado largamente la construcción apretada, los lotes minúsculos, las calles angostas y la ausencia de espacios verdes de las ciudades como San Juan. Ahora que estos defectos habían demostrado ser fatales, abogaron por calles más anchas, lotes más grandes, viviendas más separadas y muchos más árboles y parques.


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Llevar a cabo estas reformas implicaría expropiar por lo menos una fracción de todos los lotes de la ciudad. Esto auguraba dificultades en términos operativos, políticos y financieros. El registro de la propiedad —desprolijo e incompleto— lo volvía especialmente complicado, y el precedente de Guido y Carrasco no era alentador: por limitada que haya sido su propuesta, no dejaba de incluir expropiaciones significativas y esto había despertado la resistencia suficiente como para hundirla. Pero la barrera más importante era de orden financiero. Cuarenta años antes, la Corte Suprema había establecido límites estrictos para las expropiaciones: se requería una acción legal POE separado para cada propietario y el precio de compra recién se fijaba al término del juicio. Esta decisión de la Corte había alentado la especulación y entorpecido proyectos de envergadura, relegando la acción pública a las afueras de las ciudades. En este caso, la disposición aseguró que la reconstrucción sólo podría avanzar a un costo muy elevado y después de resolver cuatro mil casos individuales. Las expropiaciones costarían mucho más que lo que valía la infraestructura existente.

 

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Era por eso que Bereterbide descreyera de los derechos “absolutos” de propiedad. “El valor del suelo es la resultante de la labor de la colectividad”, planteaba, y en San Juan “la afirmación se torna categórica, desde que únicamente debido a las obras de riego realizadas por la administración [...] la región considerada puede ser habitable”. Sin embargo, el beneficio de la acción pública “es en el presente absorbido en casi su totalidad por el particular”, que luego ponía límites a cualquier otra acción pública. Por esta razón, insistía, “el valor de la tierra no es un valor constructivo, sino disruptivo”.

 

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Los arquitectos lo plantearon de otra manera. En lugar de expropiar miles de lotes pequeños en toda la ciudad, el estado debía limitarse a comprar algunos lotes grandes fuera de ella. Estas tierras rurales serían más baratas y más fáciles de obtener y, librados de restricciones, ahí podrían construir una ciudad más humana, igualitaria y duradera. La nueva ciudad tendría viviendas dignas para todos, no sólo para los que ya eran propietarios.

Este plan no dejaba afuera a los propietarios de la ciudad vieja: cada uno recibiría un bono para comprar un lote similar en la ciudad nueva. Este “trueque” evitaría los trámites de expropiación y, una vez completado, dejaría la ciudad vieja en manos del estado, que podría remover los escombros, restaurar los monumentos y convertir las ruinas en un parque.

 

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Aunque su intención no era subvertir el orden político, su propuesta asustó a las elites locales. Los arquitectos estaban convencidos de que la propiedad sería más valiosa y estaría más segura en la nueva ciudad que en la vieja, y pensaban que podían persuadir a los propietarios de que así sería. Su primer memorándum, por ejemplo, se refería a las virtudes de “facilitar” en lugar de “obligar” a un trueque y, ante la oposición general, Bereterbide pondría mayor empeño en ganarse a las elites locales, escribiendo cartas extensas y amables y haciendo circular dibujos de los diseños. Sin embargo, estos gestos de diplomacia no lograban ocultar la amenaza que el traslado suponía para el poder de los propietarios. Después de todo, sus inmuebles no eran sólo lugares para vivir, sino también símbolo y garantía de su poder social. La construcción rápida y uniforme de una nueva ciudad desafiaría ese poder, y la propuesta de los arquitectos no ofrecía garantías de preservarlo. Era digno de notar que las explicaciones de los arquitectos dejaban claro cómo funcionaría el trueque para las viviendas ocupadas por sus dueños, pero no para los edificios de renta, que constituían la mayoría de los inmuebles.

 

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Con el traslado de la ciudad, los arquitectos esperaban poder escaparse de las limitaciones del régimen de propiedad para producir un efecto que sirviera de muestra para la nación entera. Pensaban que la ciudad reconstruida podría modelar nuevas formas de diseñar casas, edificios institucionales y barrios. Pero también buscaban algo más. Reconstruir San Juan exigía repensar la manera en que todo se unía, desde las viviendas individuales a la región en su totalidad; ofrecía, por lo tanto, una oportunidad excepcional para desplegar toda la caja de herramientas de la arquitectura moderna.

Tenían la esperanza de que las nuevas técnicas de diseño y los novedosos poderes legales ensayados para reconstruir una provincia se volverían la norma en todo el país. Así se forjaría un marco regulatorio para la construcción, la propiedad, la zonificación, con arquitectos devenidos en planificadores y técnicos clave.

 

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En consecuencia, es fácil comprender por qué los arquitectos no enfatizaron los motivos geológicos en su argumento a favor del traslado. La ciudad estaba construida sobre terrenos aluviales poco consolidados diez metros bajo el nivel del río, aunque había otros asentamientos cercanos en suelo firme por arriba de ese nivel. El terremoto devastó todo el Valle Central, pero las zonas bajas de la capital llevaron la peor parte, mientras que varias aldeas ubicadas en tierras más altas casi no fueron afectadas. El traslado a un sitio nuevo tenía un atractivo intuitivo como defensa de base contra los terremotos: después de todo, era lo que había hecho Mendoza después de 1861 y lo que San Juan no había hecho después de 1894. Los arquitectos no le dieron mayor relevancia a este argumento porque carecían de datos geológicos al formular la primera propuesta, en enero.

 

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Pero la reticencia de los proyectistas tenía también otros motivos. Como su proyecto era audaz, querían defenderlo con un argumento audaz y positivo, fundado en las virtudes de la futura ciudad, más que en un argumento pasivo derivado de las características del suelo. Como lo expresara Bereterbide, un nuevo lugar “facilitará el levantamiento de una ciudad racionalmente planeada y de construcciones armónicas [...] en suelo más apto para las cimentaciones y para las plantaciones, de clima mejor, de suelo más salubre, más defendida de las inundaciones. [...] una ciudad-jardín donde la vida se desenvuelve en el orden, en la más acentuada adaptación a las variadas funciones en un marco permanente de naturaleza y de hermosas perspectivas”.

Los beneficios sociales y ecológicos de la nueva ciudad, y el precedente que sentaría eran mucho más importantes —y mucho más contundentes— que la geología.

 

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En sus dibujos, revistieron a la nueva ciudad de tradición. Estaba diseñada según los principios modernistas pero los edificios sugerían una continuidad más profunda. Como el barrio Sargento Cabral diez años antes, esto era un ejercicio en diseño neocolonial unificado, una extensión radical del intento tímido de Guido y Carrasco. Optaron por el neocolonialismo por motivos pragmáticos, haciendo una concesión al gusto de los oficiales militares, las elites locales y el público en general. Suprimieron cualquier estética de modernismo extremo, como las torres de vidrio y acero que en ese entonces estaban diseñando para sus otros clientes. El texto que acompañaba los dibujos aclaraba que esta unidad formal era sólo provisoria y que los edificios que finalmente se construyeran tendrían estilos variados. Pero los magníficos bocetos mostraban edificios neocoloniales y resultaba evidente que los arquitectos esperaban que el público lego en la materia entendiera esto como un atributo fundamental del diseño. Al evitar la controversia sobre estilos, esperaban ganar capacidad de maniobra en los asuntos que consideraban cruciales: los sociales y económicos.

 

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La estética común también sirvió para mantener la coherencia del plan. La idea central era implementar una zonificación funcional en toda la ciudad, separando física y conceptualmente las áreas administrativa, comercial, industrial y residencial y construyendo al mismo tiempo un nuevo sistema de rutas y una red de parques para conectarlas. En los bocetos, la ciudad era una forma oblonga que iba de noroeste a sudeste bordeando la ciudad anterior. Las actividades públicas se concentrarían en una secuencia de complejos edilicios desplegados a lo largo de la columna vertebral de la nueva ciudad: primero, los edificios gubernamentales seguidos por los religiosos, luego los bancos y finalmente el comercio y el entretenimiento, con una nueva estación de ferrocarril ubicada donde las vías existentes cruzaban el nuevo centro. Del otro lado de las vías férreas estaba el distrito industrial, donde se ubicarían las bodegas, fábricas y depósitos, que tendrían un fácil acceso al transporte y estarían bien comunicados entre sí. A ambos lados de esta espina dorsal y a lo largo de toda la ciudad se ubicarían los barrios residenciales, planeados según un nuevo modelo. La idea era construir primero los barrios más cercanos a la ciudad vieja, para crear rápidamente una trama urbana continua, y luego extenderse.

 

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En lugar de los parques dispersos propuestos por Guido y Carrasco, este plan concebía una red de canales bordeados por árboles a lo largo de cada calle, con la sombra integrada a la trama de la futura ciudad. Tanto el centro de la ciudad como los barrios residenciales eran en su mayor parte espacios peatonales: los vehículos quedaban limitados a los garajes internos en el centro y a las avenidas en los bordes. En lugar de algunas avenidas aisladas, como en la propuesta de Guido y Carrasco, el plan preveía un sistema vial totalmente nuevo, organizado de manera jerárquica, de acuerdo con el amplio consenso profesional entre arquitectos e ingenieros sobre la necesidad de separar el tránsito peatonal del vehicular. Casi todos los vehículos circularían por las avenidas del parque, el tránsito de autos estaría restringido en las calles más pequeñas y los peatones circularían por una red paralela de pasos peatonales públicos.


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En palabras de Bereterbide, apuntaban a «crear la ciudad del presente donde lo natural se une con lo urbano, [...] donde uno se desplaza continuamente por el color y la frescura rodeado de edificios que son simples, variados y armoniosos”. Pero, aunque las dos áreas principales de la ciudad —el centro y los barrios— se vinculaban a través de calles, árboles, canales y una arquitectura “armoniosa”, estaban diseñadas de maneras diferenciadas. Bereterbide y Vautier recomendaban densidad edilicia para el centro, en tanto que favorecían la dispersión y descentralización para los barrios.

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En el planeamiento modernista, la acción característica era revertir las relaciones figura-fondo previas: anteriormente las manzanas de la ciudad habían estado dominadas por edificios bajos sin espacios libres; ahora, los típicos edificios modernistas eran altos, tenían huellas pequeñas y dejaban libre la mayor parte de la manzana: la estrategia de la torre en el parque. Para el centro de la ciudad, adoptaron un enfoque diferente. Teniendo en cuenta la intensidad del sol y el viento, apostaron a crear una serie de espacios protegidos e imaginaron el núcleo como una serie de edificios bajos rodeados de pasos peatonales cubiertos, bordeados por canales que ocupaban todo el perímetro de cada manzana. No diseñó el centro de la ciudad como una serie de torres

en un espacio abierto indiferenciado atravesado por autopistas, como muchos modernistas posteriores, sino como una sucesión de espacios públicos diferenciados enmarcados por edificios y colmados de vegetación, cuyo «dueño exclusivo es el peatón”.


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Bereterbide y Vautier compartían la desconfianza general de los modernistas respecto de las funciones mezcladas, calificándolas de «desorden”, y por lo tanto separaban las oficinas bancarias de las iglesias, y los teatros de los edificios gubernamentales, postura que por último iría en desmedro del carácter vibrante de la plaza central. En cambio, supieron reconocer los rasgos que hacían de la plaza un lugar lleno de vida —la escala íntima, la secuencia de espacios, la sombra de árboles— y buscaron extender estas características a una sección más amplia de la ciudad central. En lugar de limitarse a producir un complejo monumental, propusieron un replanteo más amplio del espacio cívico.


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En sus bocetos, los edificios y espacios públicos que evidenciaban mayor dedicación y variedad eran las oficinas y centros gubernamentales, dato que es comprensible y revelador a la vez. Las oficinas estatales eran las únicas que tenían poder icónico, mientras que los bancos y los edificios comerciales eran bloques edilicios genéricos. Esto se debía a que los primeros bocetos se basaban sólo en el tamaño estimado de los edificios, pero sugerían el nivel mínimo al que el diseño podía caer en una ciudad diseñada con criterio funcional.


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El centro de la ciudad estaba rodeado por un anillo de barrios de viviendas. Estas áreas residenciales debían reconstruirse como “unidades vecinales”, empleando una concepción fundamental del planeamiento angloestadounidense. Mientras que Guido y Carrasco habían aceptado probar nuevas formas de viviendas en la periferia, Bereterbide y Vautier hicieron esos ensayos un elemento central de su proyecto. Cada barrio sería de dos mil a cuatro mil residentes, con un centro cívico que contendría una escuela, una plaza, una iglesia, comercios minoristas y patios de juegos. La edificación no llegaría a las veredas; estas casas estarían ubicadas en el centro de un jardín, apartadas de la calle y separadas entre sí. A diferencia de las casas anteriores al terremoto, estas serían antisísmicas y, suponían los arquitectos, probablemente hechas de hormigón. Las viviendas individuales y una calle reinventada bordeada de árboles y canales de riego era similar a los suburbios angloestadounidenses.


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Los arquitectos imaginaban que las viviendas para todos serían financiadas con subsidios oficiales, pero dieron pocos detalles y sólo dos principios generales. Primero, casi todas serían viviendas individuales: no habría torres, como máximo algunos edificios de departamentos entre las áreas residenciales y comerciales. Este era un intento deliberado de evitar las disputas amargas y recurrentes entre dos corrientes de reformistas de viviendas, que habían enfrentado a los socialistas y modernistas que defendían los edificios de departamentos, como Bereterbide, con los católicos que defendían las viviendas individuales. Aunque Bereterbide había sido uno de los diseñadores del proyecto de viviendas colectivas más importante del país, él y Vautier decidieron respetar las preferencias de los católicos y militares. Segundo, el proyecto tenía fines igualitarios, pero no todas las viviendas eran iguales.

Por lo menos una “unidad vecinal” estaba reservada para los obreros, ubicada al lado del distrito industrial y separada del resto de la ciudad por las vías férreas. En términos generales, el presupuesto estimado establecía dos categorías de viviendas: aproximadamente el 20% para “los ricos, la clase media y sus sirvientes” y el resto para sanjuaninos de “condición modesta”.

Si bien las distinciones de clase estarían mucho menos marcadas que en el pasado, pensaban gastar casi el triple por persona en las viviendas de mejor calidad.


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Hasta cierto punto, las “unidades vecinales” se limitaban a reproducir prácticas de los barrios existentes: el rol central que se pensaba para la escuela, la parroquia y la plaza en los nuevos barrios equivalía al rol que cada una desempeñaba en los cuatro pueblos de la periferia absorbidos por la ciudad.

También, al formalizar estas prácticas y diseñar de acuerdo con ellas, corrían ¿riesgo de malinterpretar lo que las hacía importantes. Este era el indicio de un problema mayor: los arquitectos reconocían gran parte de lo que era atractivo en el orden previo y trataban de incorporarlo a su diseño, pero les resultaba difícil ubicar su proyecto en un mundo que los locales pudieran reconocer. Querían convertir la ciudad vieja en un parque y conectar la nueva ciudad con los asentamientos de la periferia que habían sobrevivido al sismo, pero no brindaban detalles de una ni de otra, sólo un comentario sobre esos “suburbios muy mediocres” en el margen de un boceto. Sin embargo, en sentido amplio, las “unidades vecinales” representaban una descentralización del poder, de recursos e instituciones, un cambio drástico en una ciudad y una provincia con un alto grado de centralización.

 

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La descentralización era un tema clave en el proyecto de los arquitectos, tanto dentro de la ciudad como en la totalidad del Valle Central. El enfoque que habían adoptado para los barrios de la nueva ciudad era modular y podía aplicarse fácilmente a cualquier otro lugar de la provincia. De hecho, como destacaron, “El problema constructivo de San Juan es el problema de toda la región. Todas las poblaciones deberán ser reconstruidas y la oportunidad para hacerlo en forma inmejorable es única; el próximo temblor encontrará ciudades jardín [...] con casas que no se derrumbarán jamás”.

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Repensar la ubicación física de la ciudad también implicaba un replanteo de su lugar económico y político dentro de la provincia. Las propuestas para dar una nueva localización a la ciudad iban de la mano de proyectos para dar nueva forma al campo. El plan de los arquitectos proponía debilitar el control de las grandes bodegas, construir pueblos nuevos en torno a bodegas cooperativas más pequeñas y sus industrias complementarias, así como diversificar y modernizar la economía local. Para abril, ya habían dividido su propuesta en dos componentes: un “plan de mínima”, que preveía solamente la reconstrucción de la ciudad, y un “plan de máxima”, que suponía reconstruir la región en su conjunto, reemplazar la mayor parte de las viviendas del campo y fundar docenas de nuevas ciudades agroindustriales. A medida que el equipo avanzaba en su diseño, resultaba cada vez más evidente que, a pesar de sus esfuerzos por tranquilizar a los líderes locales, su propuesta para una nueva ubicación implicaba rehacer la región, así como el poder económico y político.


NOTA PUBLICADA EN EL NUEVO DIARIO EL 21 DE JULIO DE 2017