El diseño de la política criminal exige la definición de presupuestos que inspiran su contenido, operan como límites en su planificación y ejecución, y ofician de pauta metodológica.
El primero y principal de esos presupuestos -en rigor, un principio, algo esencial a todo el sistema jurídico-, es el respeto de la dignidad de la persona y, por añadidura, la protección del sistema de derechos humanos en su conjunto.
Esto es consecuencia de los postulados que ordenan los sistemas jurídicos, como resultante de la evolución de los modelos jurídicos; del estado legal de derecho, en donde las leyes oficiaban como fundamento, pasando por el estado constitucional de derecho, que se asentó en las normas constitucionales, el estado constitucional social de derecho, que incorporó lo atinente a los derechos humanos, arribando al neoconstitucionalismo personalista y humanista, que rescata a la persona en su esencia e integridad para organizar, pensar y ejecutar todo lo vinculado al sistema de derecho y por ende a la sociedad y a las relaciones entre personas y grupos de personas, con centralidad en la persona y su dignidad.
Tanto a nivel de la planificación cuanto en la dimensión operativa de su ejecución, la tutela de la dignidad de la persona se impone como objetivo ineludible y condicionamiento metodológico.
Inspirados en este presupuesto insustituible, se determinaron en su momento por el Ministerio Público de la provincia de Buenos Aires cuatro objetivos prioritarios de política criminal: la violencia de género, el robo con armas, la narcocriminalidad y la corrupción.
La selección de aquellos objetivos axiales se inspiró en el señalado recurso a la tutela de la dignidad de la persona y sus derechos. Así, se adoptó el principio de centralidad de la persona para reconocer las esferas de desenvolvimiento de su vida y la búsqueda de seguridad y armonía en esos ámbitos. Como una disposición de círculos concéntricos, partiendo de la familia, siguiendo por el barrio y cerrando con la sociedad como marco de convivencia mediato.
En primer lugar, la familia, que es el núcleo primario de sociabilidad. Es allí donde se desata con singular virulencia el flagelo de la violencia de género, afectando en modo directo a la víctima primaria e inmediatamente al resto de los integrantes de la familia, con dramáticas y muchas veces irreversibles consecuencias. La violencia engendra violencia, y una niña o niño que se cría en ese contexto instala como algo connatural dicha modalidad de trato y su socialización queda signada por la agresividad como modo normal de vinculación.
El segundo círculo de formación de la persona y de convivencia está representado por el barrio, el ámbito urbano más aproximado al hogar. Los vecindarios que rodean el hogar, la escuela, la plaza, el comercio, los templos y parroquias, los clubes y los lugares de esparcimiento. El barrio es no sólo un lugar de encuentro sino también un espacio que debe inspirar seguridad y tranquilidad. Por eso el delito de robo con armas, que muchas veces deriva en homicidio violento, representa un segundo objetivo de la política criminal.
Al fin, la narcocriminalidad y la corrupción, que desintegran lisa y llanamente la dignidad de la persona y el tejido social, habitualmente actuando aliados explícita o tácitamente.
La formulación de la política criminal debe definirse en un ámbito desapasionado, reconociendo el valor del respeto a la ley como estructura de convivencia y garantía de la continuidad social, y la readecuación periódica del complejo normativo en función de las necesidades que impone la dinámica histórica y no de coyunturas efímeras ajenas a políticas públicas serias y profesionales, apartándose de los meros vaivenes del momento.
No pueden obviarse, además, aspectos en apariencia periféricos a la política criminal pero que son en rigor sustanciales, como la definición de los perfiles y aptitudes de jueces, fiscales, defensores y asesores, que deben ser consecuentes con las necesidades sociales e históricas y los objetivos de la política pública.
Por otra parte, el diseño e implementación de la política criminal debe acompañar a una consecuente reformulación de la política educativa. Se trata de integrar a la visión clásica del sistema educativo, que pone el acento –adecuada pero insuficientemente- en el desarrollo de la dimensión intelectual de la persona, a fin de facilitarle el acceso al mundo laboral, una perspectiva que añada como sustancial el aprendizaje y evaluación de mecanismos idóneos para la constitución de relaciones familiares sólidas y armónicas, vínculos interpersonales pacíficos y duraderos, conciencia de igual dignidad de todas las personas, aptitudes comunicacionales, herramientas para resolver desacuerdos y conflictos, aceptar las diferencias, el conocimiento de lenguajes afectivos, la compatibilización de rasgos caracterológicos y temperamentos, entre otros aspectos que hacen al desarrollo pleno de la persona.
Ello en la convicción de que una mejor persona construye una mejor sociedad. Se trata de concretar una política criminal articulada a la política educativa y a la política pública en su conjunto, con eje en una concepción amplia de los derechos humanos.
Debe apreciarse asimismo que adoptar líneas aisladas en la configuración de la política criminal conspira contra su eficiencia y facilita, en última instancia, el accionar del crimen individual u organizado.