Por Julio Conte-Grand
Bien puede afirmarse que la existencia o no de límites para la voluntad humana
es, en última instancia, la cuestión que subyace en las distintas corrientes de
pensamiento, y, de algún modo, las determina.
La respuesta al interrogante es de naturaleza metafísica y antropológica y
divide los modos de pensar y de actuar.
Una alternativa es considerar que la voluntad humana obra como un
instrumento de la omnipotencia humana y que con ella el hombre puede hacer y
deshacer la realidad, virtualmente a su antojo. Es la matriz del individualismo
y del relativismo consustanciales a la modernidad y la posmodernidad, pero que
también encuentra antecedentes históricos, desde el comienzo de los tiempos, si
se quiere.
En definitiva, es la postura del ser humano al momento de la creación, que se
arroga la potestad de discernir lo que es bueno y malo pese al claro mandato
divino. El pecado original, en la cosmovisión cristiana.
Esta convicción del absoluto voluntarista se manifiesta en diferentes
dimensiones, de las cuales la ética es una expresión en extremo grave por sus
consecuencias, muchas veces irreparables. Tiñe asimismo a los saberes particulares,
que estudian los distintos fragmentos de la realidad, y el comportamiento
respecto de esa realidad ficticiamente construida.
En otra perspectiva, la realidad es un dato existente y además sustentado en un
orden que se proyecta hacia el bien por su origen, que el espíritu humano puede
descubrir mediante la inteligencia que ilumina lo que es y puede aprehenderla
en sus esencias, e, incluso, modificarla con los límites que impone el propio
orden natural, y, en el plano inmanente, además, las estructuras normativas,
que, al fin y al cabo, también deben asimilarse a la naturaleza de las cosas
sociales.
La develación de la realidad y las leyes que ordenan su desenvolvimiento,
requiere de la utilización de un método adecuado que, por imposición del propio
objeto de estudio, será el método dialéctico, el dialogo entre fuentes del
saber en procura de la verdad, objetiva. De tal modo, sapiencialmente, el
diálogo posee una virtualidad cognoscitiva insustituible.
En este marco metafísico y gnoseológico, emerge en la dimensión social,
la categoría del pacto o contrato, como resultado del proceso volitivo y su
exteriorización. La idea del pacto, por lo demás, es recurrente en la historia
del pensamiento y en la praxis jurídica y política.
Las corrientes de pensamiento jurídico-político de la modernidad
sobredimensionaron la noción del pacto, incurriendo en un error metodológico y
sustancial que encuentra explicación en la tesis del voluntarismo propio de la
convicción del hombre acerca de su omnipotencia intelectual.
El modelo de organización social sustentado en un acuerdo tiene raíces en la
antigüedad con exposiciones incluso sostenidas por convicciones religiosas, por
definición incuestionables, como sucede con la postura veterotestamentaria que
imaginaba la construcción social a partir del pacto con Yahvé Dios y la
posibilidad de ordenar las cosas de la sociedad en base al Decálogo, de
innegable trascendencia axiológica.
La escuela del contractualismo que se gesta en el siglo XVII y que tiene su
apogeo en el siglo XVIII, describe el nacimiento del orden social como la
salida del estado de naturaleza –más o menos bucólico según los autores- a
partir de un acuerdo. La voluntad creadora del orden social es voluntad general
materializada en una disposición de orden que promete a las personas mayor
seguridad y protección de sus potestades individuales, en paralelo a la cesión
de derechos particulares.
Es el apogeo del voluntarismo, que en su faceta jusprivatista se plasmara en la corriente de la codificación
decimonónica del que surgieran los sistemas normativos vigentes hasta la
actualidad en el ámbito continental europeo.
Cabe advertir en estas líneas de pensamiento un defecto de sobrevaloración
instrumental del pactismo, que es consecuencia de la ya apuntada cosmovisión
metafísica y antropológica que exacerba la virtualidad de la voluntad humana.
Esta observación no debe considerarse como un desmerecimiento del valor de los
acuerdos y pactos sociales y políticos, ni de los convenios y contratos de
naturaleza jurídica, ya que en el terreno operativo y concreto, constituyen un
elemento crucial de la convivencia. Si no hay acuerdo sobre qué hacer y cómo
hacerlo, nada se hará consistentemente; si las personas y grupos de personas no
celebran contratos, se paraliza la dinámica social.
Pero claro, no se trata, otra vez, de mero voluntarismo porque sabido es que
por la sola voluntad no es posible aumentar en un codo la estatura (Mateo 6:27).
Estos acuerdos, estos consensos, exigen conocer la realidad, adoptar un método,
resolver los cursos de acción, establecer las prioridades, y acordar entonces
por quienes tiene representación sobre los sectores que integran la sociedad
real. Exigen, liminarmente, aceptar que la realidad está dada, que hay leyes
que dan razón al funcionamiento de las sociedades, estudiarlas y comprenderlas
en sus esencias. Todo pacto implica la existencia de intereses divergentes
superados y encauzados por un interés común, a partir del consenso.
El consenso, vale decirlo, es rival del conflicto; metodológica y
sustancialmente opuestos.
La tesis del conflicto, en los momentos jurídicos, neutraliza la
formalización de acuerdos. En el plano socio político, privilegia el acceso al
poder y su concentración, pero difícilmente se sustente en base sólida porque
la realidad es dinámica y el poder concentrado aleja a quien lo ejerce de la
misma realidad. Subyace en esta metodología el defecto propio de la pretendida
y falaz omnipotencia humana.
El consenso obliga a un esfuerzo intelectual, a resignar ciertas veces
opiniones y a admitir que, eventualmente, la visión que se tenía de algún
fenómeno no se correspondía con la objetividad que determina siempre, de manera
incuestionable, la realidad. Es que el marco del consenso es la realidad misma.
Realidad que puede ser en algún sentido modificada una vez que se la haya
analizado, y entendido las leyes que explican la dinámica de su funcionamiento
histórico y sus tendencias. Cabe sin dudas desterrar una visión ingenua de la
metodología del consenso, que vea en la dinámica de la negociación una panacea
idílica y autosuficiente en sí. Otra modalidad del voluntarismo.
Es de toda evidencia que el consenso se habrá de desenvolver en un ámbito
en el que exista una relación de fuerzas objetiva que deberá apreciarse y
ponderarse, y la admisión, a modo de principio y presupuesto, del valor
innegociable de la verdad, que es objetiva.
Esta relación de fuerzas entre las partes que conforman un todo, es un
dato de la realidad y caben en su respecto las consideraciones ya apuntadas.
Debe apreciarse, entenderse, y operar sobre ella. En suma, también la relación
de fuerzas condiciona el proceso de consenso
Se verifica así en forma patente que un pacto, tanto en el ámbito
jurídico como en el político, es una base mínima e inicial de consenso, que
exige esfuerzos de adecuación dinámica a la realidad cambiante, interna y
externamente, y que es preciso despojar al voluntarismo de su pretendida
omnipotencia.
(*) Procurador General de la Suprema Corte de
Justicia de la Provincia de Buenos Aire
Fuente: Nuevo Mundo, edición 602 del 28 de octubre de 2022