Por Julio Conte-Grand
La modalidad por excelencia de exteriorización de la voluntad
en el ámbito jurídico es la escrita, denominada “forma instrumental”. Conforme
lo establece el Código Civil y Comercial (CCyC), en su art. 286, se admiten dos
alternativas de expresión escrita, los instrumentos particulares —firmados o no
firmados— y los instrumentos públicos (en los que interviene un oficial o
agente público, en miras a su validez y fuerza probatoria).
En consonancia con el principio de libertad de formas, las
partes pueden optar por cualquiera de ambas variantes, “excepto en los casos en
que determinada instrumentación sea impuesta” (art. 286, in fine).
La firma es un requisito esencial de los instrumentos
privados. De hecho, es el extremo que los caracteriza como tales,
distinguiéndolos como especie dentro del género de los instrumentos
particulares.
La firma tiene además un efecto probatorio dirimente. Dice el
art. 288 CCyC que “la firma prueba la autoría de la declaración de
voluntad expresada en el texto al cual corresponde”.
Por lo demás, es relevante destacar que el instrumento y su
contenido adquieren plena validez y eficacia probatoria entre las partes y sus
sucesores con el reconocimiento de la firma.
El mismo artículo del CCyC determina que “debe consistir en
el nombre del firmante o en un signo”, y que “en los instrumentos generados por
medios electrónicos, el requisito de la firma de una persona queda satisfecho
si se utiliza una firma digital, que asegure indubitablemente la autoría e
integridad del instrumento”.
El Código de Vélez Sársfield, antecedente del actual, no
describía normativamente a la firma y expresamente indicaba que “ella no puede
ser reemplazada por signos ni por las iniciales de los nombres o apellidos”
(art. 1012). Sin perjuicio de esto, para precisar qué debía considerarse
“firma”, y por tanto determinar cumplido o no el recaudo esencial del
instrumento privado en cada caso, la doctrina y la jurisprudencia recurrieron a
lo indicado por el codificador en la nota al art. 3639, en donde, con la
pedagogía y finalidad hermenéutica que caracterizaba a estas consideraciones al
pie de algunos artículos, recordó que: “La firma no es la simple escritura que
una persona hace de su nombre o apellido; es el nombre escrito de una manera
particular, según el modo habitual seguido por la persona en diversos actos
sometidos a esta formalidad. Regularmente la firma lleva el apellido de la
familia, pero esto no es de rigor si el hábito constante de la persona no era
firmar de esta manera. Los escritores franceses citan el testamento de un
obispo, que se declaró válido, aunque la firma consistía únicamente en una cruz
seguida de sus iniciales, y de la enunciación de su dignidad”.
El art. 288 del CCyC determina que es suficiente que se
trate del “nombre del firmante” o “un signo”, sin exigir el extremo de la
habitualidad de uso en actos que exigían la firma. Eso sí, debe ser expresión
de la individualidad de quien la escribe —sea que se trate de un nombre, sobrenombre,
seudónimo e incluso un cargo— y ser puesta con la finalidad de expresar la
voluntad del firmante de adherir al texto en el cual se inserta.
La última parte del art. 288 CCyC incluye la equiparación de
los efectos de la firma digital, que es utilizada en los instrumentos
electrónicos, a los propios de la firma manuscrita.
Con ello, se ha ratificado el criterio consagrado en la ley
25506, cuyo art. 2° define a la firma digital como el “[…] resultado de
aplicar a un documento digital un procedimiento matemático que requiere
información de exclusivo conocimiento del firmante, encontrándose ésta bajo su
absoluto control”. Y aclara a continuación que la misma “[…] debe ser
susceptible de verificación por terceras partes, tal que dicha verificación simultáneamente
permita identificar al firmante y detectar cualquier alteración del documento
digital posterior a su firma”.
En similar sentido a la disposición del CCyC, el art. 3° de
la ley 25506 dispone que “cuando la ley requiera una firma manuscrita, esa
exigencia también queda satisfecha por una firma digital”. Añadiendo que “[…]
Este principio es aplicable a los casos en que la ley establece la obligación
de firmar o prescribe consecuencias para su ausencia”.
Cabe aclarar, en este marco, que por expresa disposición del
art. 4° de la ley 25506, la firma digital no es aplicable en determinados
supuestos, a saber: a) A las disposiciones por causa de muerte; b) A los actos
jurídicos del derecho de familia; c) A los actos personalísimos en general; d)
A los actos que deban ser instrumentados bajo exigencias o formalidades
incompatibles con la utilización de la firma digital, ya sea como consecuencia
de disposiciones legales o acuerdo de partes.
Por otro lado, el CCyC reconoce dos alternativas para los
casos en que no se sabe o no se puede firmar. El art. 313 de ese cuerpo
normativo señala que “si alguno de los firmantes de un instrumento privado no
sabe o no puede firmar, puede dejarse constancia de la impresión digital o
mediante la presencia de dos testigos que deben suscribir también el
instrumento”.
La referida impresión digital, que naturalmente no debe
confundirse con la firma digital, no se asimila a la firma. El documento en el
que consta, a los fines de su virtualidad probatoria, se considera “principio
de prueba por escrito” (art. 314, in fine, CCyC).
La norma en cuestión vino a resolver una larga discusión
doctrinaria y jurisprudencial, en torno a la naturaleza de los “documentos
signados con impresión digital”, entre quienes les negaron todo valor legal por
carecer de la firma del interesado, y aquellos quienes les reconocieron validez
como instrumentos particulares no firmados.
En sustento de esta falta de equiparación total entre la
firma y la impresión digital, cabe advertir que si bien esta última tiene una
innegable aptitud para individualizar a la persona que la que deriva de su
firma, no es ocioso reconocer que la impresión puede ser tomada aun contra la
voluntad de la persona e incluso luego de haber fallecido.
Distinta sería la solución aplicable, de acuerdo con la
interpretación armónica de los ya citados arts. 313 y 314, a los
instrumentos suscriptos por dos testigos que presenciaron el acto en el cual el
interesado no sabe o no puede firmar. Supuesto que, obviamente, no es
equiparable a la firma a ruego en los instrumentos públicos prevista en el
art. 290 del CCyC, con fuente en el art. 1001 de su antecedente Código
Civil.
En cuanto a su valor, a diferencia de la impresión digital,
la firma a ruego es un sucedáneo de la firma manuscrita, de manera tal que vale
por sí misma. Sin embargo, se aclara que la firma a ruego no puede emplearse en
el caso del testamento ológrafo (que es el emitido de puño y letra del causante),
ya que este requiere estar firmado por la mano del testador (art. 2477
CCyC).
En definitiva, como dijera Augusto Morello refiriéndose a la
firma, “una doble y por cierto trascendente misión es la que le cabe:
a) En un primer sentido sirve para identificar o individualizar a quienes
otorgan el acto; b) En segundo lugar y fundamentalmente importa aprobar de un
modo cierto y definitivo el contenido o texto del instrumento, o dicho de otra
manera, constata la manifestación de voluntad encaminada a producir
consecuencias jurídicas entre las partes vinculadas por tal instrumento” (Augusto
M. Morello, “Instrumento privado e impresión digital”, en Revista Notarial,
Colegio de Escribanos Provincia de Buenos Aires, enero-abril 2104, nº 976,
p. 21; trabajo publicado originalmente en la Revista Notarial, 722 del año
1959).
(*) Procurador General de la Suprema Corte de
Justicia de la Provincia de Buenos Aires
Fuente: Nuevo Mundo, edición
607 del 4 de noviembre de 2022